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Historias de los abuelos en el conflicto armado en Colombia

POR: RIGOBERTO CALDERÓN ÍÑIGUEZ

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Las historias narradas son parte de un trabajo de investigación realizado por las estudiantes donde sus abuelos cuentan sus vivencias, sobre todo sus tragedias, enmarcadas en el conflicto armado de Colombia en los años cincuenta. Hechos que ayer como hoy se repiten. Todo empezó cuando los partidos tradicionales, representados por los colores rojo y azul, condujeron a una guerra fratricida por el control del poder político. Y en medio de la irracionalidad del conflicto, y de las pasiones partidistas, utilizaron esos colores como símbolos de odios, despojo y muerte. Numerosas familias campesinas fueron despojadas de sus tierras, desarticuladas o desaparecidas, y las pocas personas que lograron sobrevivir tomaron rumbos inesperados en sus vidas. 

¡El conflicto armado sí existe!

POR: JULIANA ZUÑIGA ROJAS
GRUPO 705 JM

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Están presentes los recuerdos de mi familia como una sombra que nunca me abandona. Lo sucedido a mi familia son las vivencias de los campesinos,  hijos de la tierra. El único delito que cometieron fue ser humildes y esto los llevó, sin quererlo, a ser víctimas inocentes de un conflicto armado que cambio toda su vida. Esta es la historia de mi abuelo Daniel Zúñiga Paredes.


-Venimos a reclamar el impuesto y lo que es nuestro, y si no lo dan pagarán las consecuencias.

  
Días después muere el hijo mayor de la familia Zúñiga Pulido.


La vida es dura, pero vivíamos bien, una parcela y un rancho en Río Negro, Caquetá. La familia estaba unida y vivía feliz hasta que llegaron unos señores con armas y la tranquilidad se acabó:


- El señor Daniel Zúñiga. 


-Sí señor, a la orden. 


-Somos del frente 49 de las FARC-EP. Venimos a reclamar lo que es nuestro y si no lo dan pagarán las consecuencias.


-Lo siento, pero yo no participaré. Respondió don Daniel cerrando la puerta.


Días después esta familia se entera de que su hijo mayor, Norbely Zúñiga, fue encontrado entre un costal tirado en el camino al Pedregal. Había sido asesinado por negarse a pagar el impuesto.

 
Desesperado, mi abuelo reunió a toda la familia en el corredor y les dijo: 


-Recojan todo lo que puedan, y que sea liviano, porque nos vamos de este lugar. No podemos seguir arriesgando a la familia. Los animalitos se morirán de hambre, pero ya nada podemos hacer.


Como venían huyendo de las amenazas la familia se desplazó a Doncello, Caquetá, en busca de tranquilidad y de una mejor vida. En este municipio donde se refugió, tocó puertas buscando trabajar y un lugar para su familia. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Pero lastimosamente sucedió otra desgracia. Su segundo hijo.


-Debemos irnos. Dijo el padre a su familia con lágrimas en los ojos.


-Mataron a Norberto…parece que fueron los paramilitares.


Norberto Zúñiga era un muchacho de 19 años lleno de sueños y espíritu inquebrantable que le permitió sortear con dignidad sus necesidades y el desplazamiento de su familia. 


-Me veo aquí en unos años dueño de un almacén,  o quizás de un pedazo de tierra,  y sacar adelante a mis viejos. Esos eran sus sueños.


Con una aguda crisis económica en el Departamento del Caquetá y los jóvenes sin oportunidades, personas que conocían del negocio les ofrecían quinientos mil pesos para viajar a Solita, Solano y La Unión Penella como raspachines de coca. 


Un día unos hombres abordaron al hijo de Don Daniel y le dijeron:


-Señor Norberto, venimos de parte de don Aníbal el dueño de toda esta región; lo necesita. 


Don Aníbal le ofreció un millón de pesos para que uniera a un grupo de hombres con el fin de sacar a la guerrilla de la región.  Pero como lo dijo su abuelo Daniel Zúñiga Paredes años atrás en Río Negro, Caquetá, Norberto contestó: 


-Lo siento, pero yo no participaré. 


La familia se reunió en un mar de lágrimas y dijo:


-No volveremos a sufrir esto otra vez, nos mudaremos, pero lejos de aquí, nos iremos para Zarzal, Valle del Cauca.


Llegaron a restablecer su vida, pero un duro golpe de nuevo tocó a su puerta, pues la madre falleció dejando a todos con un gran vacío. Muy unidos salieron adelante, pues solo quedaban sus dos hijos, una mujer y un hombre.


Hicieron su vida y 10 años después volvieron al Caquetá. Con los acuerdos de paz había mermado el conflicto.


Y hoy, a casi más de 20 años de lo sucedido, viven felices todos. Aun siendo desplazados pudieron salir adelante, tratando de resolver todo lo que sucedió con los hijos.


Desde ese entonces el señor Daniel Zúñiga sale cada año del Caquetá a visitar a su familia y a contar nuevas anécdotas sobre todo lo que ha sido su vida.


Tal vez muchos piensen que el conflicto armado en nuestro país es algo que no existió porque no lo vivió, pero es una realidad que ha dejado muchas huellas. Y lo más triste es saber que para algunos la paz no debería de existir. Desean la guerra, como hoy lo estamos volviendo a vivir: la sangre de nuestros campesinos y soldados nuevamente vuelve a ser derramada…¿Hasta cuándo? No lo sabemos. 


Nota: Este es un problema que no parece tener solución porque mucha gente se está quedando sola. Y las familias presas del dolor, tratando de encontrar oportunidades de vida. Unos regresan a su lugar de origen. Otros, en cambio, mueren de tristeza por no poder regresar al campo donde vivieron toda la vida. 
 

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LA HISTORIA DE MIS ABUELOS

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POR: ARIANNA ISABELLA PLAZA ARIZA
GRUPO 702 JM

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La historia de mis abuelos maternos tiene algo de particular, podemos decir que la guerra los unió. Cuando estaban jóvenes  vivieron la violencia en Colombia y cada uno por su lado  llegó con su familia al Huila, como desplazados. Y cosa del destino, años después se encontraron. Mi abuelo, José Ariza Mateus, nació en Santander del Sur en 1941 y mi abuela, Ercemidia Guerra, nació en el Valle del Cauca en 1951. Como escribí anteriormente, ellos se conocieron exactamente al sur del Huila, se trasladaron a este hermoso Departamento por causa de la violencia y eso sucedió en el año 1958.


Mis abuelitos y sus familias vivían bien, no les faltaba nada. Tocaba  echar machete, cortar y tumbar monte, sembrar, trabajar duro para comer. Mi abuelo se fue a vivir en una vereda llamada  Palestina y allá conoció a mi abuela. Eran vecinos de fincas, y tenían en común haber emigrado de sus tierras para no participar en esas crueles vivencias ocurridas por la guerra entre dos partidos que había en aquella época, godos (conservadores) y cachiporros (liberales).      

En el año 1968, después de ser amigos y vecinos por muchos años,  se hicieron novios y contrajeron matrimonio. Tuvieron cinco bellos hijos, cuatro niños y una niña. Vivían muy felices hasta que nuevamente la violencia llegó al Huila, específicamente a Palestina. Allí, en esa zona montañosa, apareció un nuevo grupo armado: la  guerrilla. Y eso vino a entorpecer la vida de mis abuelitos. Ya sus hijos estaban crecidos y la guerrilla reclutaba niños. Fue entonces cuando mis abuelos dejaron la finca abandonada y se fueron para Cundinamarca.


En 1984 se establecieron en un bello pueblo llamado Venecia y allá tuvieron dificultades económicas. Pero recibieron la ayuda de varias personas de una asociación de campesinos, con quienes trabajaban la tierra en cultivos de yuca, plátano, maíz, banano, piña y papaya. Todo lo vendían en la plaza de mercado del pueblo o lo despachaban para la ciudad. Mi abuelita, en la parcela que habían conseguido, se encargaba de los animales: gallinas, dos vaquitas y unos patos.

Con el tiempo mis abuelitos regresaron al Huila, y compraron una casa en el sur de la ciudad de Neiva para que mis tíos estudiaran. Para sacar adelante a su familia pusieron un puesto en Surabastos, vendiendo de todo. Mis tíos, ya mayores, trabajan y estudian.

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Vivir para contar

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POR: MARÍA DEL MAR SAAVEDRA VARÓN
GRADO: 701 JM

Mi abuela Carlota nació en un pueblo llamado Payandé, en el Tolima.  Era la tercera de 7 hermanos y vivió en un hogar humilde. Mi bisabuela María Rosa tuvo que trabajar duro para sacar adelante a sus hijos porque mi bisabuelo los abandonó a su suerte. Pasaron muchas necesidades, -dice mi abuela Carlota-, tenían que madrugar a traer agua del río para cocinar los alimentos, bañarse y otras necesidades. En ese entonces no había todavía agua potable en el pueblo. Otro de los oficios diarios era buscar la leña para el fogón de barro en la cocina, pues no había gasolina y mucho menos estufa a gas.


El sanitario era un hueco profundo en la tierra con una taza en cemento rústico donde hacían sus necesidades. No había papel higiénico, se usaba papel periódico u hojas de los árboles, y todos nos bañábamos en el río o en la Perdiz, una quebrada que pasaba cerca. Mi abuela lavaba la ropa con jabón Varela y para el cuerpo usaba el jabón de la tierra o barro. Las casas eran todas de Guadua con barro o bahareque. Y el piso de tierra pisada. En la casa había una mesa, una banca y unos taburetes en cuero crudo.

No usaban toallas higiénicas, sino trapitos de ropa que ya no les servía cuando les llegaba su periodo. Tenían que lavarlos para volverlos a usar. Mi abuela cosía la ropa interior de talegos de harina y parte de su ropa. Para alumbrarse usaban mechas de petróleo y la ropa se aplanchaba con plancha de carbón. Cocinaban en ollas de barro. Cuenta mi abuela Carlota que la loza eran platos de barro o vasijas hechas de totumo. Luego sacaron la loza en material de aluminio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cada finca tenía sus cultivos: cilantro, cebolla, tomate, yuca, matas de plátano, ahuyama, hierbabuena, paico, altamisa, verdolaga y otras hierbas para los males del cuerpo. También sus animalitos: gallinas, palomos, a veces marranitos.  También árboles frutales: mango, guama, ciruelas, anones, toronja, limón, naranja, papaya.


Mis ojos se abrieron grandemente cuando mi abuela me contó sobre la violencia en esa época.


Cuenta mi abuela Carlota que el bicho de los colores no trajo sino peleas y enemigos, entre vecinos fue creciendo el odio, a unos los mataban por cachiporros o liberales, que eran los rojos, y a otros por collarejos o pájaros que eran los de azul, o sea, los conservadores. En los caminos se encontraban los cuerpos y dicen que los liberales mataban a los conservadores y los conservadores a los liberales. Amarraban a las puertas de las casas por fuera y les metían candela a las casas con las personas adentro para que se quemaran, y a otros los volvían picadito a puro machete. Fue una época muy temerosa para ella y sus hermanos porque aún eran muy pequeños.

 

Después entró otra gente que era la chusma o guerrilla y se quedaban con todo. A las mujeres que fueran jovencitas se las llevaban para que les cocinaran y sirvieran como mujer. Y luego llegaron los militares haciendo lo mismo. En esa guerra no se sabía quién era más malo.


En san Luis,  un pueblo del Tolima, mandaban a los que trabajaban en la alcaldía a recoger los muertos en volquetas. Gente adulta y niños quemados que enterraban en fosas comunes. Muchas de las mujeres secuestradas se volaban de noche por el monte para que no las cogieran y las mataran.


Cuantas cosas no pasaron,  tenían a veces que vivir todo el día encerrados en los cuartos.  A sus hijos mi Dios los protegió porque nos les pasó nada, pero vivían traumatizados y con mucho temor.


La gente en el campo no estudiaba porque casi no había escuelas ni maestros. Mi abuela estudió hasta la primaria. La educación se daba en la casa. Se obedecía y no más. Había mucho respeto por los padres y lo que ellos decían se cumplía.  Su mamá –Carlota- era muy estricta con la educación, los hijos no podían estar opinando en medio de la gente mayor y el respeto a los mayores era muy grande, no podían contestar mal ni decir groserías como hacen los jóvenes de hoy, que son altaneros y desobedientes. Ellos tenían que hacer mucho caso, o si no los castigaban severamente.


Mi abuela Carlota fue creciendo con sus hermanos y luego se mudaron a la capital, a Ibagué, ciudad musical del Tolima, adonde llegaron a un barrio muy humilde donde todos tenían su pasado trágico por el odio de los colores. También con muchas necesidades, pero con muchas oportunidades de trabajo para conseguir para sus necesidades básicas. De un rancho de tablas y cartones que tenían lograron   construir una casa en concreto donde cabíamos todo. Hacíamos tamales y fritanga, y luego formamos una tiendita que nos ayudaba para comer.


Con la ayuda de Dios, y sin perder la esperanza de seguir adelante, mi abuela se volvió comerciante, conseguía mercancía en otras ciudades y vendía; logró con esfuerzo conseguir un local en el centro de la ciudad que la ayudo a progresar. Años después formó un hogar y tuvo una hermosa niña, quien ahora es mi mamá. 

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RELATOS DE MI ABUELA

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POR: ÁNGELA ANDREA PAJOY PISSO
Practicante USCO -JM

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Al terminar sus labores mamá se sentaba siempre en aquella silla de madera y empezaba a narrar esas historias que tanto nos entretenían. Para nosotros eran historias llenas de ficción que nos transportaban a un mundo fantasioso, lejos de nuestra realidad. 


Cada atardecer esperábamos con ansias los relatos maravillosos de mi mamá. Sentados en su regazo escuchábamos atentos aquellas aventuras.


– Yo tenía siete años cuando tu abuela se enamoró. Aquel hombre la convenció de viajar al Caquetá, dibujándole un mundo nuevo donde todo era más fácil y tranquilo, un lugar donde sus sueños se harían realidad – dijo mamá.


Estábamos tan entusiasmados que no notábamos aquellas pequeñas gotas que siempre salían de sus ojos. Creo que si las hubiésemos visto no habríamos entendido la razón.


– Ella estaba ilusionada –continuó mamá–, no le importó dejarlo todo y aventurarse a una vida nueva. Sonrió y agregó: -Estaba enamorada y uno en ese estado es ciego, sordo y mudo. Al llegar a su destino sintió como el castillo que había construido en su imaginación se derrumbó poco a poco. Su amado la consoló diciéndole que las cosas iban a mejorar, que en ese lugar había cultivos que ayudarían a mejorar la situación. Ella solo sonrió y aceptó su destino por amor.

– En ese momento solo me tenía a mí por lo que me obligaban a trabajar fuerte, raspando un cultivo y otro, y los pesos que conseguía los cogía el marido de mi mamá para mejorar el rancho e invertir en los cultivos. Así pasó el tiempo y nacieron mis dos hermanos por lo que tocaba trabajar el doble, y hasta el triple, para sobrevivir. Comíamos pura yuca y carne de animales de monte ahumada. A veces llenábamos una tula con el arroz que cultivábamos.


– Y ¿cuántos años tenías mamá? – Preguntó mi hermano intrigado.
– Para ese momento tenía tal vez once años –respondió mamá.
– Suena divertida, mamá –dijo mi hermana.


Mamá sonrió y pensó cuidadosamente lo que iba a decir.


– Sí, fue divertido cuando una manada de jabalíes pasaba por ahí y no vimos otra solución que subirnos a unos árboles grandes y esperar que se fueran. También cuando montaba a caballo arriando las bestias, o cuando jugaba en el barro o me bañaba en el río –dijo mamá sonriente y susurró: –después de todo no era tan malo. 
– Entonces, ¿por qué no vivimos allá? –pregunté ingenua.
– No era perfecto, pero tampoco era tan malo. Había tranquilidad hasta que cierto día llegó un grupo de personas armadas y uniformadas que de inmediato hablaron con mi mamá y Pedro. pidieron comida y un pequeño espacio para descansar. No había manera de negarse. Tu abuela mataba tres o cuatro gallinas para alimentarlos, pero al pasar los días las gallinas iban disminuyendo y más personas iban llegando –dijo mamá.
– Ya no suena divertido, mamá –dijo mi hermana.


Mamá sonrío y la abrazó.


– Yo los evitaba yendo a ver los cultivos o a realizar cualquier otro oficio. Hasta que un día le dijeron a Pedro que habían visto en mí una buena muchacha, que me estaba formando muy bonita y fuerte, y que además era muy trabajadora. Él se asustó demasiado, pues ya sabía lo que eso significaba, y le dijo a mi mamá que teníamos que irnos. Ella estaba muy triste por dejar atrás la tierra que con tanto esfuerzo había tocado conseguir, los cultivos, los animales, en fin, todo. –Continuó mamá diciendo. – Así que una noche emprendimos un viaje sin retorno. En una tula empacamos lo que más pudimos, nuestros chiritos, una olla y otras cositas que logramos sacar. 


-Lo más gracioso de todo es esto: el carro que nos trajo no cerró adecuadamente el baúl del equipaje y en la calle desolada quedó el resto de nuestro trabajo. Llegamos a empezar de cero a trabajar aún más fuerte –terminó mamá.


Así eran todas nuestras tardes, rogábamos que mamá siguiera la historia y cuando la terminaba le pedíamos la iniciara de nuevo.


Para nosotros eran aventuras, para ella una época que no quiere repetir. A nosotros nos causaban risa y, aunque ella lo hacía parecer gracioso, en su interior lloraba esas y otras historias que guardaba solo para ella. 


Quince años después de su primera vez contando esos relatos, aún seguimos esperando con ansias escucharlos después de sus labores, después de comer, reunidos en la mesa, con el mismo interés, pidiéndole al cielo nos permita escucharlos muchos años más.  
 

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